CO-SER

Luz Stella Rodríguez Cáceres
9 min readMay 2, 2020

Para Magola, la abuelita que las diosas me prestaron

Crecí entre costuras, telas, hilos y agujas. Mi abuela tejía croché y a dos agujas, chales, manteles cubrecamas y carpeticas. Mi tía Damaris hasta hoy borda ajuares para bebé, toallas, faldas, blusas y manteles. No hay técnica que ella no domine, del punto de cruz a las cintas, pasando por el rococó, todo lo hace primorosamente. Mis primas también han sido prendadas, hicieron muñecos y desde niñas cosieron pulidamente su propia ropa, al lado de ellas simpre me sentí inútil. Bolsas, limpiones, delantales, forros para muebles y cojines han sido la especialidad de mi mamá. Para las mujeres de mi familia coser es parte del ser. Co-ser es la forma más estética y bella que eligieron para existir. Cosiendo le han dado forma a la trama de la vida con sus propias manos. Que autonomía femenina más digna aquella de transformar hilos en tejidos y tejidos en coberturas que no solo abrigan nuestros cuerpos, sino que nos visten a la medida, nos adornan, permitiendo presentarnos en sociedad. Pero el arte de transformar a la informe tela en una cotidianidad útil es una visible invisibilidad, tanto que no tengo fotos de las mujeres de mi família en el ejercicio de ese óficio. Mientras ensayo puntadas y entiendo la tensión adecuada del hilo en la máquina pienso en eso y en tantas otras maneras como la cofección casera ha hecho parte mí. Respiro, cierro los ojos y mi memória vienen las manos de las mujeres que literalmente me han tejido.

Entonces pienso en Magolita, que para mí no paró de coser cuando se enfermó, sino que se enfermó el día que paró de coser. Parar de coser fue como parar de existir, por lo menos de existir con comando creativo. No importa mucho la fecha en que cada cosa aconteció, apenas permítanme recordarla como la modista eximia que siempre fue. Pensar en ella es recordar que mi casa tenía la mitad del corazón en una máquina de coser y la otra mitad en la estufa. De la primera mitad perdura en mi cabeza el rumor del motor de la singer, que competía con las voces de una radio siempre encendida, y que narraba, a su modo, el proceso creativo en plena efervescencia. Las noticias o los boleros eran la música de fondo de la voz protagonista del motor. A excepción de chaquetas y jeans que necesitaban de una máquina más potente, una buena parte de nuestras ropas fueron hechas en casa. Todo el calendario festivo o memorable pasó por las manos de Magolita, bautizos, primeras comuniones, navidades, fiestas de 15 años y demás cumpleaños tuvieron su impronta. Las faldas para los bailes folclóricos de las fiestas patrias y los disfraces para las obras de teatro en el colegio también tuvieron su marca, al lado de otras formalidades como grado, la primera entrevista de trabajo y hasta velorios. Con el tiempo, ella incursionó en la lencería y entonces también pasamos a tener algunas prendas intimas confeccionadas en casa. Los patrones de revista no eran un desafío para Magolita, los interpretaba como si hubiera sido alfabetizada con ellos y no con letras. Sacaba los moldes de las revistas chinas sin mayor dificultad y aunque las tallas eran a veces muy chicas, conseguía adaptarlas a los cuerpos de sus sobrinas y nietas.

Nuestra casa siempre estuvo muy bien vestida. Además de sábanas, colchas, cortinas, tapetes y manteles elaborados por las propias manos, cada objeto en casa tenía su propia ropa. Licuadora, pipeta de gas, lavadora y botellón de agua nunca estuvieron desnudos, pues tenían prendas primorosamente decoradas con cintas y hasta con sus nombres debidamente bordados, no fuera que alguien olvidara la identidad de los mismos. En el baño las lozas del sanitario y la cisterna tenían un abriguito, hecho de un tejido más caliente, alguien imaginó que sentían frio. Tal vez las únicas a escapar de la manía de ser vestidas al último grito de la moda fueron las perras y las muñecas a pesar de nuestras súplicas.

De afuera nos llegaban las noticias del terrorismo acribillando la ciudad. Pero en un mundo que se hacía pedazos la costura era lo primero, la tristeza se deshilaba en línea recta, nunca al sesgo. Siempre había una ropa para entregar, un remiendo para terminar, un botón para coser, una cremallera para cambiar, no quedaba tiempo para el lamento. La terapia para los dolores era el zigzag y el remedio para la ansiedad desbaratar los errores de la puntada invisible. No hay maraña emocional que se resista a la tarea de desenredar madejas embrolladas. Afuera las bombas aturdían las calles, vidrios y sangre se esparcían por algunos barrios pero eso no era autorización para estar mal vestida, era prohibido tener el ruedo de la falda suelto y pecado no absuelto salir de la casa con la ropa rasgada. Mal vestida jamás!

Se hablaba de las penas, pero ellas jamás opacaron el lugar de la elegancia y el buen gusto. Tan importante como saber contar, era saber al toque la mezcla de las telas, el porcentaje de poliester y de algodón, o si el corte se haría al hilo o al sesgo. Las tendencias de la temporada se mezclaban con nuestras protestas por la carestía; el debate sobre el cambio de los colores pasteles a las estampas floridas se hilvanaban en medio a la indignación con las medidas del gobierno. Las preocupaciones se entrelazaban a los hilos y con el trazo más fino se persignaba a cada uno de los muertos. La cosa siempre estuvo fea, pero nunca al punto de dejar de planear en el próximo corte, el siguiente casorio, el cercano jolgorio. Los entretejes de la política exponían nuestra limitadísima capacidad de decisión en esa esfera, pero éramos libres de escoger entre etamina, lino y seda; de elegir la mejor combinación de colores. Había libertad para decidir entre la bota campana, entubada y recta. Nunca hubo censura para el largo de la falda ni la profundidad del escote. La vida, como se sabe, pendía de un hilo y las únicas certezas eran, y aún se mantienen, que el poliéster calienta demasiado, que 100% algodón además de encogerse, es arruga garantizada y que siempre habría franelas en promoción en Facol.

Había el divorcio, la pelea, la falta de plata, la perdida del empleo, las malas notas en el colegio, pero también había que cortar, hilvanar y enhebrar. Los chismes y expiaciones se narraban mientras se zurcían enaguas y medias, no se lloraba mientras se cosía, nadie arriesgaba dejar caer una lagrima en una prenda en pleno proceso de elaboración, que se dirá de ensucuiar una entretela. No se equivoquen, no se huía a la realidad, sabíamos de los carteles, y también de los sicarios. Diariamente se veían las noticias, las más crueles quizás, al tiempo que el ojo entrenado observaba los modelos usados por las presentadoras. Tipo de cuellos, modelos de falda, estilos de pantalones eran el asunto a ser comentado en la hora de los comerciales y el alimento de los próximos deseos textiles a ser desarrollados. No era frivolidad, era apenas la estrategia para no desesperarse.

Los problemas eran grandes, pero siempre había una tela perdida y buscarla era más importante que todo. El corte era el momento de mayor tensión, cortar mal las piezas era irremediable, la peor perdida. Entonces toda la atención era poca. Ya pasar la máquina para unir la partes era meditación pura, no existía pasado, ni futuro, sólo el sublime instante del entre y sale de la aguja a velocidad constante, la puntada del momento, encadenada a la siguiente convertía el bisbiseo metálico del motor en arrullo, señal de que el mundo en caos adquiría así un orden, seguía un comando. Era con costura fina y pulida que unian los proprios fragmentos de la psique interna. De la nada, centímetros de tela tomaban la forma planeada. Cualquier alteración en el ritmo del motor era el anuncio de una pausa. Una aguja quebrada, la falta de aceite, una correa reventada, o el tubino de hilo terminado colocaban en suspenso el acto creativo que urgía reanudarse y que sólo cesaba con la llegada de la noche.

Se guardarban las sobras de telas por recursividad y no por el sentimiento de la escasez. Los restos de un modelo terminado nunca se botaran. Por si acaso era el apellido de cada uno de ellos, y ay de los que se atrevieran a decir que las bolsas de retazos eran basura. Del lado de las bolsas con los cortes nuevos siempre habían bolsas de retazos que engordaban y engordaban al punto de parecer entes autónomos, tuvimos una que tenía el tamaño de una poltrona y cuando Magola viajaba llevaba con ella sus bolsas de retazos, no fueron pocos los impases que las benditas generaron, no eran bien equipaje, mucho menos mercancia. Buscar un retal para cualquier remiendo, era al mismo tiempo la aventura de adivinar que había sido hecho con el pedazo de tela que salía al acaso y para quien. Auténticos tesoros, los retazos sin clasificar valían más que oro, cuando el más apropiado en color y tamaño aparecía en el momento justo.

El paraíso de mi mamá y Magola estaba en una calle del barrio la Alquería de Bogotá donde se juntaban las tiendas de telas, hilos, adornos y repuestos para las máquinas de costura. Perdí la cuenta de cuantas tardes de mi infancia se fueron en los pasillos de esas tiendas donde ellas caían literalmente en éxtasis, escogiendo, comparando, imaginado modas y especialmente persiguiendo retazos en promoción, !Tan barato! Repetían ambas calculando cuantas prendas irían a hacer con el retazo en oferta. Cuando una tela caía en el agrado de ellas por el precio y el estampado era seguro que todas, sobrinas y nietas quedaríamos uniformizadas por el mismo estampado, que se repetía primero en piezas grandes como blusas y piyamas y después por generaciones y generaciones en pequeños pedazos y trozos usados combinados y complementos y después como sesgos de limpiones. La bendita estampa que tanto entusiamo había causado, al tiempo nos cansaba por sobredosis, luego llegaba la próxima temporada de ofertas y el ciclo de una nueva estampa volvía a comenzar.

De mi parte, siempre fui un desastre en manualidades textiles, mi única complicidade con ese mundo eran las cajitas de costuras de Magola, !El paraíso para mí! Botones, cintas de todos los colores, elásticos, broches, hilos de algodón y poliéster en toda la paleta de colores, carreteles, dedales y pies de la máquina de costura. Mi diversión era clasificar hilos por color, botones por tamaño, cintas por su largo y así le daba forma a un universo que sólo a mi hacía sentido, y en cambio provocaba iras en la dueña que había dispuesto para los mismos un orden que yo no compredía. Pero de todas las herejías posibles la peor era tomar sus tijeras para cortas los papeles de las tareas del colegio. Eran horas de caldo de lengua por el tamaño de mi osadia. Las tijeras eran sagradas, cómo la espada de un guerrero que nadie más debe tocar. Mi mamá nunca insitió para que yo aprendiera, yo estaba destinada a cosas grandes, decía ella. Grandes ellas que crearon un mundo sin títulos.

En estos días, después de hacer una video-aula con mi mamá para enhebrar la máquina de costura que guardo en mi casa desde que su dueña se fue para Alemania, comencé a pensar en los dones que yo no tengo, y en todas las mujeres costureras que han dado forma y color a mis días. Estas líneas son un homenaje que comenzó con las toallas que amenazaban deshilarse en la próxima lavada. Sin poder salir para comprar otras, necesitaba remendarles el dobladillo y así fue como sin nunca haber manejado una máquina, que el espíritu de la costurera bajó y se apoderó de mí, fue como haberle puesto una escoba a las tristezas detrás de la puerta y rescatar el hilo de donde vengo.

Seguí remendando por toda la cuarentena sin parar. Dejando mucho a desear, mis mediocres puntadas repararon todas las prendas rasgadas del armario y luego segui con sábanas, limpiones y colchas, fue como comenzar a existir de otra forma. Siguiendo la tradición me hice máscaras tapabocas con los retazos que sobraron del disfráz de carnaval. La cosa está cada vez más fea, pero no por eso hay que dejar brillar, y como dijo uma vez mi Magolita, primero muerta que sencilla.

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Luz Stella Rodríguez Cáceres

Andarilha, In-disciplinada em Antropologia e Geografia. De língua bífida, transito entre o espanhol e o português, com um pé na ficção e outro na paisagem